lunes, 23 de enero de 2012

CAPÍTULO VII: Un cielo gris, un horizonte eterno… ¡Y andar…, andar!




(Dana aparece con un pañuelo en la cabeza, un delantal y quitando las telarañas de las esquinas del blog con un plumero enorme. Estornuda de forma graciosa repetidamente mientras la envuelve una nube de polvo de colores)


Bueno, después de este parón imperdonable e inesperado (Bueno, para los que me conocéis no es tan inesperado) ¡Vuelvo a la carga!

Esta vez os traigo algo distinto a la línea de mis anteriores entradas. Un relato de terror. Como soy un poco vaga, no os traigo nada fresco, y puede que muchos de mis incontables lectores (ejem, ejem) ya lo haya leído.

Este relato ganó el segundo premio en el Concurso Literario de las III Jornadas de Terror que organiza cada año la asociación albaceteña de ocio alternativo "Nexus outsiders" (Que si no la conocéis, ya podéis ir haciéndole una visitilla. Está en la barra lateral, pero os la facilito también por aquí: www.nexusoutsiders.com) y ahora quiero compartir con todos los duendecillos.

Podéis descargarlo también en la sección de relatos de la página web de la librería Herso. (En la carpeta de "Terror": http://herso.com/relatosherso/)

Sin más preámbulo. ¡Qué lo disfrutéis!


***


Esta historia es como tantas ya harto repetidas en los libros, en la televisión, en el cine o en las canciones. No merece la pena ser escuchada, no es nada nuevo, no es original. La gente esta ya aburrida de escuchar lo mismo una y otra vez. Si esta historia es más especial que el resto es ni más ni menos porque es la mía.

Supongo que empieza como empiezan todas. Lo hemos imaginado tantas veces, tantas veces hemos interpretado este momento que aún no entiendo como, cuando lo vivimos, no somos capaces de reaccionar. La vida no es como en las películas ¿Verdad? No es tan fácil ser un héroe como lo pintan.

Nadie se sorprende si le digo que me desperté solo sin recordar nada de lo que había pasado. Desperté conectado a los monitores inactivos de un hospital que hedía a muerte, a descomposición y que estaba barnizado con una fina pátina de polvo. ¿Os suena, verdad? Pero yo no era policía. Solo era un simple y aburrido profesor de instituto.

Mal vamos ¿verdad? No soy guapo, ni soy especialmente joven, no tengo una mujer preciosa ni amor que me espere. Soy más bien bajo y regordete, con una calvicie heredada, uso gafas, padezco de la tensión, tengo el colesterol alto y una hipoteca que me ahoga casi tanto como mi depresión. No doy el perfil del héroe de la película. Quizá yo no soy el más indicado para sobrevivir al fin del mundo.





Ni siquiera soy americano. Nací, y supongo que moriré, en Hellín.

Desconecté mis brazos de los monitores sintiendo al incorporarme que la cabeza me iba a estallar en cualquier momento. Al bajar de la camilla las piernas me fallaron, los tobillos se me doblaron incapaces de sostener mi peso. A saber cuanto tiempo llevaba tumbado sin que nadie me cambiara de postura en aquella maldita camilla, pues tenía rojas úlceras y heridas en la espalda y parte de las piernas. Las sábanas estaban llenas de estrellas marrones de sangre seca.

Trataba de recordar que hacía en el hospital. No había ninguna herida de bala en mi costado. No había recibido una paliza luchando contra el mal. Iban a hacerme un bypass. Tan triste como eso y, lo peor, no tengo ningún modo de saber si llegaron o no ha hacérmelo.

¿Hace falta que cuente el resto? Cristales rotos, mobiliario volcado, instrumental por el suelo, puertas y ventanas selladas con candados o barras metálicas, presumibles patas de alguna camilla, atravesadas. Absurdas barricadas con sillas de ruedas, mesas y mostradores no habían detenido su avance imparable. Cuando me acosté el mundo seguía girando ¿Qué había pasado mientras soñaba? Me pellizqué varias veces los brazos hasta que los moratones y el dolor me confirmaron que estaba despierto.

El fin del mundo es como lo han imaginado los humanos en los últimos tiempos. No hay carros de fuego bajando del cielo, no hay un ángel exterminador con espada en la mano reclutando almas para un Juicio Final. No hay una inundación bíblica y ningún meteorito ha colapsado contra el planeta. No hay dolor y sufrimiento eterno…

Solo hay soledad, una fría y mortecina soledad. Un silencio sobrecogedor solo roto por el viento del exterior y el suave tintineo de cosas metálicas. No hay nadie para explicarte que ha pasado y los flashbacks que cuentan la historia de lo que el protagonista no ha vivido, lo siento, no los tengo a mi disposición.

El fin del mundo es así. Nadie sabe como llega. ¿Cuál fue el origen del virus? ¿Un arma biológica que escapó de su control? ¿Un desastre nuclear del que yo no tengo constancia? ¿Una aberrante mutación producida por la resistencia que los microorganismos han desarrollado a los fármacos? ¿La ira divina? Si alguien lo supo alguna vez, debe de estar muerto.

Ahora lamento haber visto tanto cine alternativo polaco. ¿Quien iba a decirme a mí que el único que me iba a aportar algo útil a mi vida iba a ser el barato cine de terror americano?

Podía haberme sentado a esperar la muerte en algún lugar tranquilo de aquel hospital o, para hacerlo más gore, podría haberme rebanado el cuello con un trozo de los cristales rotos, añadiendo al patetismo del suicidio desesperado la poca destreza, la lentitud y el dolor de un arma poco apropiada. Pero ese estúpido motor que tenemos los humanos me incitaba ahora a salvar una vida a la que antes del Apocalipsis ya tenía poco aprecio.

Es irónico. Siempre me lamentaba por que me daba la sensación de estar solo en el mundo y ahora es verdad: Estoy solo en el mundo. Y lo más triste es que estoy tan acostumbrado que ni siquiera me afecta. No siento lástima, no me he parado a llorar ni a lamentarme por el destino de los que conocí antes de todo esto. O a lamentarme por el propio. Ni siquiera me preocupaba encontrar a otros. Solo había un pensamiento ahora mismo inundando mi mente.

Recorrí los pasillos tratando de cubrir la necesidad más imperiosa: el hambre. Las tripas me rugían y se retorcían en mi interior como si estuviesen tratando de devorarse a si mismas. El estómago se encogía protestando por su vacío de tal modo que sentía las paredes pegarse unas contra otras como si se tratase de una bolsa de la compra mojada colgada bajo mis costillas.

Además, necesitaba algo que beber, tenía la garganta seca y la boca pastosa. Y el horrible hedor que viciaba el aire me provocaba arcadas. Solo vomitaba sangre y un líquido amarillo sucio que supuse que era la bilis del hígado, pues hacía días, si no semanas, que no había otro contenido en mi interior.

No tarde mucho en encontrar la cocina del hospital. Era evidente que ellos habían llegado antes que yo. Había restos de los míos por todas partes. Lo poco que habían dejado entero, o reconocible, era algún brazo amputado, una pierna, medio torso con las tripas colgando al que le habían arrancado la cabeza. El zumbido de las moscas resultaba estridente y los gusanos se retorcían en los parduscos restos.

Si recuerdo algo de las convenciones sociales es que no es propio hablar ahora de comida después de semejante imagen, pero encontré restos en el suelo y en alguna de las mesas. Sabía a rancio, y estaba seca y creo que algo podrida, pero un cólico por comerme la comida en mal estado era lo que menos me preocupaba en ese momento. Los primeros bocados me hicieron vomitar de nuevo. Después de unos minutos hasta esa mierda me sabía a gloria.

Debí de comer durante horas antes de decidirme a salir del edificio, pero no había acallado el hambre ni la sed. La cabeza me funcionaba lenta y torpe, abotargada como tras una larga siesta. Me zumbaban los oídos y notaba mis manos, mis dedos y mis pies hinchados y llenos de líquido. Solo podía caminar arrastrándome y pensé en el blanco tan fácil que resultaba para ellos sin más armas a mi disposición que una barra oxidada de hierro y un bisturí en el bolsillo. Es mentira. Los rifles no se encuentran en cualquier esquina. Ahora pienso que eso es lo único de ficción de las jodidas películas.

Tuve que hacerlo por una ventana de la planta baja a la que rompí el candado. Me resultó demasiado sencillo, pues parecía haber sido forzado con anterioridad. El aire fresco me golpeó con furia en la cara y casi gemí de placer al poder librarme de la pesada y pestilente atmósfera del interior del hospital.

Recorrí bajo el sol abrasador y el azote de la tierra que el aire me arrojaba a los ojos kilómetros de una carretera comarcal que me llevó por urbanizaciones lujosas de ventanas rotas, puertas arrancadas y coches volcados e incendiados. Todo a mí alrededor dejaba adivinar la mano sobrecogedora del caos que había tomado la ciudad días, tal vez semanas, antes.

Había cadáveres por todas partes. De uno y de otro bando. Era fácil de reconocer los que eran infectados, pues aunque las pústulas, la descomposición y los insectos poblaban indistintamente unos y otros, los infectados tenían la mala costumbre de tener la cabeza reventada –si había cabeza-. Creo que eso es lo que les impedía caminar de nuevo. Ya lo avisaban las películas.

Pasaron tres días hasta que encontré al primero de ellos. Había logrado sobrevivir a base de comer carne de las ratas, palomas y algún que otro animalito despreocupado y ajeno a la catástrofe. No me miréis de ese modo, tenía la necesidad imperiosa de comer y no tenía a mi disposición un Foster's Hollywood como me gustaría.

Como os iba diciendo. El primero en aparecer fue un hombre joven, deambulando solo por la ciudad. Caminaba lento, arrastrando los pies y la cabeza se le iba, balanceándose suavemente sobre los hombros. Si no fuera por el penetrante olor que inundó mis fosas nasales al acercarme, podría haber jurado que no era uno de ellos.

No tuve piedad, lo aceché por la espalda y golpeé su cabeza con la barra metálica que aún me acompañaba. Escuché crujir los huesos y su cuerpo desplomarse en el suelo, pero aún pudo voltearse, extendiendo hacia mí unas manos huesudas que trataban de arrancar tiras de piel de mi cara con sus dedos agarrotados.

Apenas pudo resistirse. Golpeé su cabeza una, dos, tres veces, hasta que noté salpicar su espesa sangre a mi rostro y bañar lo que quedaba de mi maltrecha vestimenta. No me detuve hasta que el espeso líquido goteaba por mis codos al suelo. Supongo que desahogué mi frustración con su cadáver, pues seguí golpeándole aún cuando sabía que no iba a volver a levantarse.

Al quinto día pasó lo que tenía que pasar. Mi piel no fue capaz de contener por más tiempo la presión de todo el líquido que se estaba acumulando bajo ella. Comenzó por desgarrarse la piel de los dedos, ya ennegrecidos, de los pies. Las pústulas me cubrieron las piernas. La piel fue cediendo, dejando la carne a la vista, y un purulento líquido comenzó a verterse por ella, humedeciendo mis piernas y provocando que me picara y me escociera. Cuanto más me rascaba, más heridas se abrían.

No, nada se parecía a las películas. Nunca vimos al Sheriff Cane con los pies ensangrentados y con tal estado de malnutrición que su organismo comenzara a devorarse a si mismo, nunca vimos los estragos que al mayor O’Connor le produjo comer la carne putrefacta de las palomas, ni beber el agua sucia de la calle, nunca nos contó la bella Amanda Johnson como la cabeza le ardía y su mente deliraba producto de la insolación y la hipoglucemia.

Los supervivientes del fin del mundo no mueren de una forma tan patética. Los tipos como yo son extras en las películas a los que solo maquillan y pagan para morir en una escena. El relleno, la nota de color. Esos personajes pintorescos que solo son útiles para acrecentar el drama de Carry Maguire perdiendo a su hijo, su padre o su marido.

Solo me quedaba esperar. Seguir caminando sin un rumbo fijo mientras mis bajas defensas me llenaban la piel de úlceras, la fiebre y el delirio me hacían perder la poca razón que me quedaba y me impedían usar en mi favor lo único que aún estaba de mi parte, que era mi conciencia. La debilidad y el hambre acabarían por quebrar mis rodillas y, entonces, seguiría arrastrándome sobre mis brazos hasta que alguno de ellos diese conmigo y acabara definitivamente con este sinsentido, con este vagar absurdo esperando nada.

Encontré a un grupo dos semanas después de malvivir alimentándome de lo que otros antes que yo habían dejado. No era muy numeroso, apenas éramos siete, aunque de vez en cuando se nos unía o nos abandonaba alguien más. No hubo compañerismo, trabajo en equipo o romances de película, nos limitábamos a andar los unos junto a los otros sin intercambiar palabra. Había que cazar para sobrevivir, pero la caza escaseaba. Nuestra mayor muestra de solidaridad entre nosotros fue dejar al resto meter la mano cuando conseguíamos algo de comida.

El primer bocado fue el más tierno, y creo que gemí de placer cuando mis dientes arrancaron la tierna carne del hueso. Tenía tanta sed que el sabor de la sangre bajando por mi garganta se me antojó glorioso. Mis dedos arrancaban prestos y ágiles el músculo, despegándolo del hueso. Ni siquiera me entorpecían los largos tendones y los cartílagos incapaces de masticar, pues engullía de tal modo los restos que ni siquiera los dientes los rozaban.

El hambre nos había transformado en animales, devorando la carne cruda como si fuese el bistec mejor preparado. Nos manchábamos la cara, las manos y la ropa con la sangre y los fluidos de lo que comíamos, reservábamos las entrañas y las vísceras como el manjar más tierno y dejábamos los huesos tan limpios como si fueran los platos de algún restaurante de lujo.

En mi enajenación y ansiedad fracturé algún hueso que se atravesó en mi garganta. Aullé por el lacerante pinchazo y el dolor desgarrador que produjo al ir descendiendo por mi esófago. Podía haberme asfixiado, pero lo único que hizo fue detenerme de mi festín de sangre, carne y vísceras el tiempo suficiente para que remitiese el punzante dolor y seguir comiendo.

Poco a poco acabé olvidando mi nombre, mi casa, mi antigua vida. No recordaba algo tan básico como contar, o como unir las palabras para hablar. Los días se habían convertido en un automatismo tedioso en que solo nos movía cazar y comer lo suficiente para sobrevivir al día siguiente. Sin metas, sueños, aspiraciones o esperanzas. Nada tenía sentido alguno salvo comer, dormitar, sobrevivir un poco más. Solo un poco más…

…Y andar.

Nuestra rutina se había vuelto nocturna. La ausencia de calor nos permitía gastar menos energías y rentabilizábamos mejor los movimientos. Además, el baño de oscuridad nos proporcionaba una ventaja táctica sobre nuestra comida. Atacábamos en grupo, aunque no nos organizábamos previamente, era parte más de ese instinto automático que habíamos desarrollado, y que nos había trasformado en el depredador más peligroso del nuevo mundo.

La civilización, la humanidad había sido relegada una mera carencia en nuestro interior, algo que sentíamos que nos faltaba, pero que se diluía junto al resto de los pensamientos en aquella bruma espesa en la que se había trasformado nuestra mente. Como si padeciésemos un voraz y peligroso Alzheimer, cada día que amanecía nos faltaba algo más, perdíamos una nueva pieza en el rompecabezas de recuerdos inconexos y carentes de marco y sentido, hasta tal punto de no reconocer las facciones del que dormía a nuestro lado.

Nada detuvo el deterioro de nuestro cuerpo. Las llagas y úlceras procedentes de cientos de enfermedades, del agua infectada, del aire pestilente y enviciado, seguían devorando nuestra carne. Secándose unas y abriéndose, supurantes y tiernas, otras. Los huesos se nos fragmentaban como si fueran ramas secas, pero el grupo no se detenía por nadie. El que se quedaba atrás, se dejaba atrás.

La fiebre y las cefaleas eran ya perennes, pero ya no molestaban, se habían transformado en parte más de aquel abotargamiento, de aquel efecto sedante como el de las drogas que nos impedía ser concientes de nuestra desgracia, de nuestras miserias. Nuestro olfato se había hecho inmune al nauseabundo olor que desprendía nuestra carne cenicienta. Ya no nos molestaba el pegajoso destilado que bañaba nuestros cuerpos cuando nos apiñábamos unos contra otros para dormitar acurrucados en algún rincón.

Me separé del grupo hace quince días. Tengo los talones quebrados y solo puedo caminar soportando mi peso sobre los tobillos, y aferrándome donde puedo con los muñones de unos dedos deformados. Se me hace difícil tragar debido a la hinchazón de mi paladar, las encías, los labios y la lengua. El interior de las mejillas esta lleno de accesos sangrantes que ya no sanan, ni jamás van a hacerlo.

Las moscas se han convertido en mis más fieles compañeras. Ya ni siquiera me molesto en apartarlas de mi carne putrefacta. Sus minúsculos bocados ya han limpiado los huesos de mis costillas y de uno de mis brazos. El sol me ha quemado los ojos, pues también han devorado mis parpados. Cada intento de hablar provoca que un sonido estertóreo y sibilante, acompañado de un desagradable gorgojeo, brote junto al viciado aire de mis pulmones inertes por el agujero de mi tabique deshecho.

Observo entre las manchas de mi visión acercarse la bala que esparcirá el denso y maloliente puré que es ahora mi cerebro, y no soy capaz de tener miedo. Extiendo los dedos carcomidos y ennegrecidos hacia la fuente de aquel sugerente olor que logra hacer salivar mis obstruidas glándulas. Avanzo un paso más hasta la presa, como si aún tuviese tiempo de hacerme con ella, sin ser consciente de que todo se ha acabado. De que voy a morir.

En mi mente ya solo danza un último pensamiento:









Dana Kürten





***

HAGO QUE VIVO
que estoy muerto
más aún que el mármol
o el olivo tras la sierra

Aparente bien pulso y temperatura,
hasta se dilatan las pupilas,
pero no hay sangre
solo un biodiésel licuado con tomate

Confesó el zombi a su párroco.



José Iván Suárez

2 comentarios:

  1. Gran relato, torrente narrativo al detalle. Involución sutil y dramática del sujeto en un marco apocalíptico.

    Me gusta el nuevo fondo del blog :)

    ResponderEliminar
  2. Supongo que con el nuevo aspecto me ha poseído la Física que llevo dentro...

    Muchas gracias por el comentario. Me alegro de que te haya gustado *-* Voy a retocarle el color a la letra, que se lee de pena el comentario. Aiiiis, raro era que todo se quedase bien con un solo intento XD

    Por cierto, te añado a blogs recomendados ^^

    ResponderEliminar